No nos avergonzemos de llamarnos indoamericanos! 

Víctor Raúl Haya de la Torre 


Hace algunos años que vengo batallando por la «Cuestión del Nombre» ¿Cómo ha de llamarse al fin este Continente nuestro, cuya unidad descubre cada hombre, americano o no, que lo recorre, que lo observa, que explora su profunda e inquietante realidad de múltiples aspectos y de tan engañosas variantes? Vuelvo ahora sobre este asunto que considero importante, porque no es sólo disputa de palabras sino esclarecedor análisis de conceptos.

En una serie de conferencias que ofrecí, hace once años, en la Universidad de México sobre algunos de nuestros problemas continentales, promoví como tema inicial de la discusión el nombre que en justicia –justicia histórico-social digamos– correspondía a este lado del Nuevo Mundo, que comienza en el Río Bravo y remata en Magallanes. Y, entonces, al examinar las diversas denominaciones que como «Patria Grande» nos hemos adjudicado o nos han sido dadas, concluí que todas ellas tienen un significado, representan y definen una etapa de nuestra Historia. Por ende, no deben ser confundidas.

En efecto, nuestra dividida «Nación de veinte Estados» ha sido llamada principalmente Hispano (o Ibero) América, América Latina e Indoamérica, aunque también se pretendió identificarnos como «Eurindia», «Indoiberia» e «Indolatina». Pero los tres nombres más conocidos no son sólo meras denominaciones continentales, vale decir de continente en su sentido geográfico, sino también de contenido. Cada uno de estos nombres responde a una razón histórica, étnica, espiritual y política. Consecuentemente, quienes sostienen que debemos llamarnos «Hispano e Iberoamericanos» preconizan la prevalencia de España y Portugal, de lo Ibérico como tradición y como norma, e implican que nuestra verdadera historia sólo comienza con la conquista europea del siglo XVI. Los partidarios del nombre «América Latina» se basan en que él alude al tronco latino de las razas ibéricas y de las lenguas castellana y portuguesa. Reconocen al mismo tiempo el hecho de la poderosa influencia espiritual de la cultura renacentista, y particularmente francesa –de influencia vigorosa en nuestros pueblos–, y toman en cuenta el valor jurídico y político de las teorías democráticas que, inspiradas en la Enciclopedia y en la Gran Revolución de 1789, dieron rumbo ideológico a la victoria republicana de la Independencia.

De otro lado, los afanosos de que nos confundamos en el gran imperio americano del Norte, propugnan por el simple nombre «América» o por su contemporáneo, equivalente lato, «Panamérica» y, naturalmente, son voceros obsecuentes del elástico «panamericanismo» que rige Washington y muchas veces influye y tuerce Wall Street.

Después de una detenida verificación, mantengo mis conclusiones de hace once años: el término «Hispano o Ibero América», y sus derivados «hispano o iberoamericano» o «hispano o iberoamericanismo», corresponden a la época colonial. Son vocablos de un significado preterista y ya anacrónico. Se refieren a una América exclusivamente española –o portuguesa cuando del vocablo Ibérico se trata–, e implican el desconocimiento de las influencias posteriores a la Colonia, que han determinado nuevas modalidades en nuestro Continente. El término «América Latina» y sus derivados «Latinoamérica» y «latinoamericanismo» son más amplios, más modernos.

Corresponden, cronológicamente, al Siglo XIX. Abarcan todo lo español y portugués de nuestra Historia, sin excluir el aporte africano, porque incorporan a Haití, que habla francés, a nuestra gran familia continental.

Pero el término «Indoamérica» es más amplio, va más lejos, entra más hondamente en la trayectoria total de nuestros pueblos. Comprende la prehistoria, lo indio, lo ibérico, lo latino y lo negro, lo mestizo y lo «cósmico» –digamos, recordando a Vasconcelos– manteniendo su vigencia frente al porvenir. Es término «muy antiguo y muy moderno», que corresponde justamente a la presente etapa revolucionaria de Nuestra América, apenas iniciada en México, en que aparece la gran síntesis de la oposición de contrarios que impulsa el devenir de nuestra Historia. Repitiendo ecuacionalmente mis conclusiones de 1928, sostengo que: «Hispano o Iberoamericanismo», igual Colonia; «Latinoamericanismo», igual Independencia y República; «Panamericanismo», igual Imperialismo; e «Indoamericanismo», igual Revolución, afirmación o síntesis del fecundo y decisivo período de la Historia que vivimos.

 

El continente de las equivocaciones

 

Bueno es volver hacia algunas referencias originales: Ricardo Palma, el celebrado tradicionista peruano, sostiene que «la voz América es exclusivamente americana, y no un derivado del pronombre del piloto mayor de Indias, «Albericus Vespucio. El argumento se basa en la afirmación de que América o Americ es nombre de lugar en Nicaragua y que designa una cadena de montañas de la provincia de Chontales», y deduce y presume el tradicionista que aunque Colón no menciona el nuevo vocablo en la lettera rarissima de su cuarto viaje «es más que probable que verbalmente lo hubiera trasmitido, él o sus compañeros, tomándolo como que el oro provenía de la región llamada América por los nicaragüenses». (Tradiciones Peruanas, Vol. 1º «Una carta de Indias». Calpe).

 

Empero, la teoría más aceptada hoy, como todos sabemos, es la que adjudica al cosmógrafo germano Martín Waldseemüller, profesor de la Universidad Lorenesa de St. Die, la primacía en la denominación de América en su célebre Cosmographiae Introductio de 1507. Humboldt así lo sostiene en su Examen Critique de l’Histoire de la Geographie du Nouveau Continent (1837) ofreciendo detalles importantes acerca de la razones que tuvo Hylacomylus, apelativo latino del cosmógrafo, para creer, equivocadamente, que el Nuevo Mundo debía llamarse América «porque Americus lo descubrió». («cu & Europa & Asia a mulieribus sua fortica sint nomina...»).

 

Parece, pues, que América, que fue descubierta por equivocación cuando se buscaba un nuevo camino al Asia, fue también denominada por equivocación. Y parece que este sino de las equivocaciones, en cuanto a redescubrirla y redenominarla –particularmente a la parte que ella nos corresponde– prevalece hasta hoy. Porque «América» resulta en el lenguaje universal de estos días el vocablo nominador de Norteamérica o, más expresamente, de los Estados Unidos. «Americano» es el estadounidense o el yanqui para el resto del mundo. La gran república del Norte lleva como título oficial «Estados Unidos de América». ¡Y casi para vergüenza nuestra, o para indicio revelador de nuestro colonial complejo de inferioridad buena parte de nuestros pueblos llaman exclusivamente «americanos» a los ciudadanos y cosas de aquel país, olvidando que nosotros somos también hijos de América, por ende americanos, tanto como nuestros rubios y negros «primos» del Norte!

 

Equivocadamente también otros han llamado «Sudamérica» a la extensión que comprende el Continente desde México a la Patagonia. Pero este término que usaron los congresistas de Tucumán en su declaración de 1816, y también Alberdi, Sarmiento y otros ilustres argentinos del siglo pasado, es antigeográfico.

 

El aspecto histórico y político de la controversia

 

En una nota final de su interesante libro Latin America, Its Place in the World Life (1937), el profesor de la Universidad de Columbia Mr. Samuel Guy Inman escribe con razón: «La disputa acerca de cómo llamar al pueblo de Sudamérica cuando se hace referencia de él como un 34 todo, es ya vieja». Y después de un detenido análisis de la «Cuestión del Nombre», en el que enfoca los términos «Hispanoamérica», «América Latina» e «Indoamérica» que usa en el texto de su obra casi indistintamente, reconoce que para su país el vocablo compuesto «Latin America» es el más usual y lógico y, sin duda, el más accesible al idioma inglés.

 

Ciertamente, desde el punto de vista norteamericano, «Latin America» es modo sajonizado y bastante preciso para denominarlo como nación continental, mientras nosotros no adoptemos definitivamente el nuestro. Sería forzado y retrógrado llamarnos «Spanish-América» o «Hispanic» o «Ibero-América», porque los dos primeros nombres excluyen a una república de la importancia del Brasil que no es «Spanish» mientras el segundo excluye a Haití que no es Ibera, porque es negra y habla francés; y sí es –por negra y por pequeña, por sufrida y por heroica sostenedora de la empresa libertadora de Bolívar– pueblo hermano nuestro.

 

Hay algo más, sin embargo, en el debate de las denominaciones: en estos tiempos de planes de conquistas y penetración de las Internacionales Europeas en nuestros países, predominan las motivaciones políticas. Así como los portavoces del Imperialismo de los Estados Unidos son todos ardorosos «panamericanistas» y sueñan quizá con un vasto imperio americano de polo a polo, también los imperialistas y conservadores españoles son todos furibundos «hispanoamericanistas». Aún muchos que pintan de revolucionarios e izquierdistas en España no cejan en esto, en llamarnos «Hispanoamérica». Por su parte el Eje fascio-racista ha encontrado en el «Hispanoamericanismo» un buen celestinaje histórico para llamarnos su «Imperio», tal figura nuestro Continente en libretos y folletines recientes de la «Falange» y otras organizaciones reaccionarias españolas al servicio de la Internacional Negra. Y en cada uno de nuestros países los súbditos de Franco, sus agentes y propagandistas, se empeñan en «hispanoamericanizarnos» con el mismo empecinamiento con que en las tierras del equívoco «caudillo» tratan los invasores extranjeros de fascistizar al indoblegable pueblo español.

 

En Italia la facción romana del fascismo –a pesar de que apoya los planes imperiales de Franco como instrumento y vehículo para su soñado plan de «etiopización» del Nuevo Mundo– mantiene aún por tradición romana el término «América Latina» para denominarnos, como es de uso también, por anhelos de expansión cultural, en Francia y por facilidad de expresión en Inglaterra. Y en Alemania, la facción nazi del fascismo, que usa tácticamente para sus ambiciones de absorción en América los cómodos vehículos de España y Portugal, nos llama «Iberoamericanos»; y este es el nombre oficial de su famoso Instituto de Berlín, formado en torno de la biblioteca donada por el profesor argentino don Ernesto Quesada.

 

Aunque sea curioso que también del lado de la España republicana no faltan escritores que nos «hispanoamericanicen», importa advertir que esta forma de llamarnos no es popular en la Península. Vale decir que no es del pueblo sino de las élites y aristocracias más o menos intelectuales. El pueblo español denomina a nuestra «Patria Grande», simplemente América como antaño la llamaba Indias. Por eso Indoamérica tiene de hispano, que es palabra estructurada por dos formas populares españolas de distinguirnos a través de los siglos: Indios y Americanos. Al inmigrante peninsular que regresa a España –no está demás el recuerdo– llámalo el lenguaje popular castellano «indiano».

 

Nuestras razones en favor de Indoamérica

 

No eludimos nosotros, los que preconizamos el nombre de «Indoamérica», la razón política. Contrariamente, la subrayamos y exaltamos como singularmente significativa. La denominación de nuestro Continente no es sólo un asunto de semántica circunscrita. Es, en su vasto sentido vital, cuestión de Historia. Pero vale repetir que esta nueva palabra del léxico aprista tiene también sus defensas inobjetables en lo que podríamos llamar con elevada interpretación política la «semántica histórica».

 

Es, como lo indico más arriba, la unidad superior de los que sostienen la tesis del «hispanoamericanismo» y la antítesis del «Latinoamericanismo». El concepto «Indoamérica» completa la tríada, porque en su valor de síntesis incorpora todas las razones de uno y de otro lado, aducidas en esta polémica, y determina y señala a nuestro Continente, aludiendo a su contenido social, étnico, político, idiosincrático, lingüístico.

 

La más simplista y común objeción al vocablo «Indoamérica» y a sus derivados «Indoamericano» e «Indoamericanismo» se afirma en el argumento de que en algunos países nuestros los indios puros son minoría, como en el caso de Costa Rica, Cuba, Colombia, Chile, Brasil, Uruguay y Argentina. No es difícil la respuesta sin embargo. Considerada Indoamérica como un todo –y tal la razón del nombre común–, el valor numérico de «lo indio» es mayoritario. Porque no se trata del indio puro, sino también del mestizo. Y no puede negarse que nuestro Continente, a pesar de sus citadinas y esporádicas islas blancas, es, por predominio de cantidad y por carácter de calidad, mestizo de indio y blanco y, en grado menor, de indio y negro. De 37 allí que el mismo Palma dijera con no poca razón y mucha gracia, ironizando sobre el racismo aristocratizante de cierta casta españolista limeña, «que aquí el que no tiene de Inga tiene de Mandinga».

 

Pero no es la razón del número, el dato del censo, el índice estadístico lo que apoya el indoamericanismo como nombre y como idea. Es algo más hondo y telúrico, más recóndito y vívido: es el espíritu y la cultura nuestra en que afloran remotas savias desde los oscuros abismos ancestrales de tantas viejas razas en estas tierras confundidas. Germán Arciniegas, brillante escritor indoamericano –de Colombia donde los indios pur-sang son minoría– ha escrito en su bello libro América, tierra firme (1938) estas palabras palpitantes de verdad: «Nuestra cultura no es europea. Nosotros estamos negándola en el alma a cada instante. Las ciudades que perecieron bajo el imperio del conquistador bien muertas están. Y rotos los ídolos y quemadas las bibliotecas mexicanas. Pero nosotros llevamos dentro una negación agazapada. Nosotros estamos descubriéndonos en cada examen de conciencia y no nos es posible someter la parte de nuestro espíritu americano por más silenciosa que parezca. Por otra parte, es cuestión de orgullo. De no practicar un entreguismo que nos coloque como serviles imitadores de una civilización que por muchos aspectos nos satisface, pero que por muchos nos desconsuela y desengaña».

 

¡Palabras éstas de un escritor mozo que no usa aún el vocablo Indoamérica pero que brillante e indirectamente fundamenta su defensa! Ellas dicen mucho de las razones culturales en que incide nuestro punto de vista. El Indio está en nosotros. Andrés Siegfried lo ha visto bien, aunque parcialmente en su Amerique Latine (1933) al remarcar 38 que «el fondo de la población es rojo, sea en Bolivia, en Perú, en Venezuela y aún en Chile, donde el roto, de carácter mestizo, no puede ser considerado de ninguna manera como perteneciente a la raza blanca; porque a pesar de las afirmaciones en contrario, el viajero que sabe ver no se equivoca, pues él se encuentra en presencia de un indio». Y aunque Siegfried hable de una «América blanca» en superestimada oposición a la roja, acierta en mucho al reconocer y comprobar la importancia e influencia de lo Indio en nuestra raza y nuestra mente.

 

Con más penetración y grandeza, pese a sus hermosas fantasías de germano nebuloso, ahonda mejor el Conde Keyserling en las discutidas y sugerentes Meditaciones que son por su contenido y por su tesis, «indoamericanas» y no sudamericanas como impropia y limitadamente las intituló. En Keyserling, quienes sentimos más abajo del blanquisco pigmento el latido recóndito del corazón del indio, hallamos muchas verdades. Ellas duelen a veces porque arrancan cruelmente la piel de los europeizantes para enseñarles el plasma profundo de su indoamericanismo. Pero, aunque con menos originalidad de lo que puede suponerse –si hacemos el examen de conciencia que Arciniegas pide–, Keyserling descubre en nosotros hondos secretos psicológicos que cada cual conoce más o menos bien, y oculta y disimula mejor con el pródigo barniz de nuestro habitual afán de vivir mintiéndonos.

 

Keyserling ha indignado a no pocos porteños argentinos descubriéndoles su tuétano indio. Los grupos intelectuales colonialistas de Buenos Aires se han sentido ofendidos –ellos, que miran sin cesar a Europa-madre y viven atentos a sus mínimos gestos para seguirlos!– Esta indignación es, no obstante su altisonancia, artificial y snobista. Las élites coloniales bonaerenses y sus cenáculos literarios 39 adictos –arrogantes como buenos criollos– consideran ridículo, abominable y hasta indecente que un señor alemán de sangre azul les descubra la «tristeza india» más abajo de sus maquillajes parisienses y sus burgueses artes de sastrería. Pero la «tristeza india» está en la Pampa –¡pampa, nombre quechua!– y, más adentro en la verdadera Argentina indoamericana, que suelda sus vértebras con los Andes y pega sus tierras a las que fueron parte del predio comunitario de los Incas, la «tristeza india» está viva, profunda como la marca de bronce de tantos y tantos «cholos» argentinos que yo vi en los aledaños de Humahuaca, de Jujuy, de Salta y de Tucumán, donde todavía dice su palabra juntadora de pueblos el imperial verbo quechua de remotos ecos que parecen eternos.

 

Indoamérica, vocablo de reivindicación y de optimismo.

 

Keyserling hace tres afirmaciones sobre la trascendencia telúrica de lo Indio en nuestro Continente. Dice que la tristeza indoamericana «no tiene nada de trágica» (Medit. 10). Descubre que en estos pueblos «encontramos hoy en día indicios de una concepción autóctona y original del Universo» (Medit. 8). Reconoce que «precisamente la intelectualidad y la pasividad de Indoamérica pueden conferirle en este viraje de la Historia una misión trascendental para la Humanidad», porque «existen ya las condiciones» y le parece «asegurado el porvenir indoamericano» deduciendo que «es posible que el próximo renacimiento del espíritu surja en Indoamérica para la salvación de los hombres todos y para redimirlos de la brutalidad» (Medit. 8).

 

Estimulantes conclusiones que no se basan en una concepción europeizante o colonial de Indoamérica y que reconocen su unidad indestructible en la raíz de lo indígena y telúrico. Porque nuestra –india– es la tristeza indoamericana –de la que dice Keyserling, quizá en la más aguda y realista de sus tesis– que «entraña más alto valor que todo el optimismo de los norteamericanos y que todo el idealismo de la Europa moderna» (Medit. 10).

 

Y esa tristeza optimista –acicate dolido y férvido de nuestra revolución– surge ya acendrada y vívida en lo que hay de arte puro en Indoamérica. Degenera y desfigura en los malos tangos cabareteros y en todo ese mezquino jaez de pésima musicaleria colonial que empequeñece la tristeza en morbosas angustias sexuales. Pero es fuerte y pura en los viriles ritmos quechuas que no cantan esclavitud –la kachampa cuzqueña por ejemplo–; y en más de una dulce y bella canción maya que oí en Yucatán; en la música mestiza de buena cepa campesina, como el «pericón», el «tamborito» la «ranchera» y «santiagueñas» gauchas; en las vibrantes «zambas», «zambacuecas» o «zamacuecas» o «marineras», que con variantes leves de compás son del Plata, de Chile, de Bolivia y del Perú; en los «pasillos» de Ecuador y Colombia; en no pocas canciones brasileñas, centroamericanas y antillanas, y en la magnífica música popular de México plena de gallardía y de vigorosas resonancias. Surge también esa optimista tristeza india en la pintura genial de Rivera, Orozco y sus discípulos y en la auténtica poesía rural indoamericana irónica y ágil, a lo «Martín Fierro», porque la ironía triste y fuerte a la vez es de firme rastro indio, y en quechua tenemos de ello expresiones incomparables.

 

Por todo eso que ya anuncia el espíritu de lo que nuestra Patria Grande ha de ser, «Indoamérica» es un nombre de reivindicación integral, de afirmación emancipadora, de definición nacional. El arte se ha adelantado a su adveni- 41 miento; pero por él habla precursoramente la rebeldía y el secreto optimismo que van gestando una medular transformación en nuestros pueblos.

 

Y ese es el sentido y la justificación histórica de la expresión «Indoamérica». Ella envuelve y sintetiza, como queda dicho, a todas las demás: Indias fue llamado este Continente durante tres siglos por nuestros conquistadores, y América es nombre tan europeo como nuestro. Es latino por Vespucio, por Hylacomylus y por los españoles y portugueses que lo aceptaron. Y el vocablo Indoamérica que –repitámoslo– es de todos modos de origen ibérico y –reiterémoslo– es por tanto, de extracción latina, al mismo tiempo que conserva la auténtica denominación del Descubridor, y la de su primer defensor, Las Casas, amén de la que usaron las instituciones básicas del virreinato, supera esos valores alusivos con el sentido moderno del Indio y de nuestra América que va transformándose y definiéndose en el crisol de una nueva raza y de una nueva cultura.

 

¡No nos avergoncemos, pues, de llamarnos, indoamericanos! Reconozcamos que en el corazón de nuestro Continente, como en el corazón de cada uno de sus habitantes, está lo Indio y ha de influir en nosotros aunque se perdiera en la epidermis y el sol se negara a retostarla. Porque está viva lo que Arciniegas llama bellamente «la negación agazapada», y ella ha de aflorar en plenitud de sus valores vitales algún día. Muchas veces, viajando por nuestras tierras y oyendo el habla de sus pueblos, he pensado que el indio está impreso en nosotros hasta en la entonación con que hablamos nuestro idioma. El hombre de México, según la región, da al castellano un acento que no es raro percibir y distinguir cuando se oye hablar los dialectos indígenas. Alguna vez observé que hay tono yanqui en el dejo de los norteños azteca o zapoteca en el de los de la meseta y ma- 42 yaquiché, en los de Yucatán y Guatemala. ¿No hablarían los chibchas con la cadencia colombiana y los araucanos con el «canto» chileno? Los andinos de Ecuador, Perú, Bolivia y sierras argentinas tienen semejante inflexiones quechuas. «Canto» mochika es el de los costeños del NorPerú y guaraní el de la entonación paraguayo-chaqueña. Y donde el negro dejó su rastro, cuando sustituyó al indio, hay una manera peculiar de hablar la lengua de Castilla. No hablamos, ciertamente, en Indoamérica el español de España. Y lo hablamos con diversos tonos. Digno de observarse es también que nadie sabe escucharse el propio «dejo». En cada región de América se dice que los foráneos «cantan».

 

¡«Canta» el indio en la fonética de todos, pero sólo lo reconocemos en los extraños! Conocernos a nosotros mismos es quizá el mejor paso para lo que tantas veces se ha llamado el redescubrimiento de Indoamérica…

 

 Incahuasi, Perú, noviembre de 1938.

 

Tomado de Haya de la Torre, obras escogidas, Tomo I, Indoamérica. Leer el libro completo aquí.

Entradas más populares de este blog